Perdón, pero esta vez tardé en formular un texto que tenga sentido. Ya sé que aprendimos a querernos en la virtualidad, pero ahora que todo volvió a ser más parecido al 2019, tal vez es el momento de interrumpir estas cartas y empezar a vernos más seguido. ¿Qué tal hacerlo ahora, si te mudás y estamos más cerca?
En fin, vamos a lo nuestro. Me tocaste un tema extremadamente sensible en estos meses/semanas. Mientras pensaba cómo abordar todo eso que me pasó en el cuerpo en este año y pico, llegó el desprecio y la misoginia internalizada de Cormillot a darme el incentivo que necesitaba para terminar.
Después de volver de Argentina en febrero, me di cuenta de que necesitaba construir una vida acá. Dejé de trabajar para mi otro laburo allá, cosa que venía haciendo hasta diciembre pasado. También dejé de hacer clases de gimnasia/baile con una profe argentina y busqué actividades deportivas cerca de casa. Como ya había hecho boxeo hace unos años en Buenos Aires y me gustaba, me inscribí en un gimnasio de boxeo para mujeres. Al principio me generaba bastante rechazo que sea exclusivo para mujeres. Después conocí a la dueña del lugar, que fue víctima de violencia de género y por eso decidió estudiar (y más tarde enseñar, pensando en mejorar nuestras posibilidades de defendernos ante un ataque). De hecho, tuvimos una clase de defensa personal como festejo (?) por el Día de la Mujer en marzo. Todo fue así, medio al boleo, sin evaluar muchas opciones ni ir a clases de prueba. Tenía que cortar el cordón y pensarme acá, con mi vida y espacio actuales. Creo que esa decisión fue la mejor que tomé en años, me salvó la salud mental como haber trabajado durante la pandemia. Esto, junto al entrenamiento funcional y la acroyoga, que también empecé este año, hizo que mejoren un montón mis habilidades de equilibrio, balance y fuerza. Pero fundamentalmente me ocupó casi todas las tardes de la semana, cosa de no darme ningún tiempo extra para angustiarme porque -también, a veces- extraño mi vida de antes.
En ninguna de esas clases que hago todas las semanas me cruzo con los cuerpos hegemónicos que normalmente vemos corriendo en la tayelet (costanera) a las 7 pm. Aún habiendo evitado lo suficiente compararme con ellxs, hace un mes atrás, un día me probé casi todos los vestidos que hay en mi placard. Era para elegir qué ponerme en una cena random con amigos un viernes. Excepto dos que más que nada uso para ir a la playa, no me entraba nada. Literalmente, no me pasaban por los brazos. Crisis, llanto, angustia. ¿Quién no tuvo o tiene todavía momentos así?
Por esos días había visto una película que quiero recomendarte, aprovechando que estamos hablando de esto: Good luck to you, Leo Grande, que se estrenó en Israel hace un mes y todavía se la puede ver en Lev Tel Aviv o en la Cinemateca, si te interesa. Acá le pusieron אף פעם לא מאוחר (o sea, Nunca es tarde). Emma Thompson es la protagonista de una historia creada a la medida de muchísimas mujeres, aún cuando personifica a una profesora de religión del secundario, lo que en principio no me genera demasiada empatía. Una vez que se le murió el marido, la profesora decide que es tiempo de dejar de fingir orgasmos y entonces contrata a un trabajador sexual, el famoso Leo Grande, para que la ayude a tener uno, el primero de su vida. Ese es el resumen, sin spoilers. Para mí, la mejor parte de todas - acá sí viene un pequeño spoiler que no es tan grave - no es el orgasmo en sí, que es EL tema con el que esta señora tiene la idea fija (y ahí un poco que same, amiga) sino una imagen al final en el que se la ve a ella, de 62 años cuando filmaron la peli, mirándose desnuda en el espejo y contemplando su cuerpo con una mezcla de felicidad, satisfacción y orgullo, todo junto. El verdadero quien pudiera.
La escuché a Emma Thompson en una conferencia de prensa hablando de esa peli, así empecé a pensar cómo te iba a responder. Una (tremenda) actriz de Hollywood que describió a la perfección cómo es mirarse desnuda en el espejo. Le encontré en ese momento el sentido a mi rechazo a hacerlo durante los últimos meses, y eso que la desnudez para mí nunca fue demasiado un tabú. El no mirarme hacía tanto tiempo, hasta que lo hice con el episodio de los vestidos, tenía que ver con negar que ahí algo está cambiando. Y que no es de ahora. Porque si le busco las razones, probablemente encuentre muchas: la pandemia, mi última separación, la ansiedad de no saber cuándo iba venir acá después de mi primer llamada al Global Center, el cambio de dieta que tan bien describiste, la oficina a la que volví después de 3 años sin rutina full time, y otras más. Pero los motivos no importan. ¿Por qué tenemos que explicar (incluso a nosotras mismas) que nuestro cuerpo cambia o está cambiando si nosotras, en el interior de ese cuerpo, también lo estamos haciendo? ¿Tiene sentido angustiarme porque no me entra algo que a los 27 sí? ¿Qué tengo que ver yo con esa persona que era hace cinco años?
Ahora ya no solo se trata de intentar aceptar mis brazos y mis algunas nuevas estrías. El esfuerzo que estoy haciendo, además, es para disfrutar del ejercicio porque me hace bien. No verlo como una obligación tortuosa, que me merezco porque ya no peso 50 kilos. Todavía me pasa de agarrar la bici a veces para ir a entrenar, y desear tener alguna excusa para faltar. Pero siempre, cada vez que termino, estoy chocha. Y me vuelvo a recordar que mi cuerpo está cambiando, pero para bien. Qué gran droga las endorfinas, ¿no?
Te abrazo, amiga.
Vani